Al final ¿para qué?

Otro día más, gris, dentro y fuera.

Antes de volver a casa sin haber encontrado trabajo y enfrentarse a la mirada de sus hijos adolescentes, prefirió parar en el bar de Luis, el de la gasolinera. Aquello no le venía bien porque se quedaba solo, con sus pensamientos, sus complejos… que lo arrasaban y terminaban consumiendo la poca fuerza que le quedaba.

Como siempre pidió un café solo: era lo más barato porque ni para un café con leche podía hacer el dispendio. Y se sentó en la sala, con el suelo sucio, las sillas viejas y desvencijadas, solo salvo por la compañía de un televisor escupiendo estúpidas imágenes de gente bailando y cantando, ¡de qué coño se alegrarán!, y la sempiterna pantalla con el juego del bingo.

Esto era el epítome de su vida: sin nadie, en un sucio bar de una gasolinera de pueblo, con una pantalla vomitando alegría y otra expeliendo gloria y dinero.

Miraba atrás y se daba cuenta que toda su vida había sido un fracaso: mala suerte o malas decisiones. ¡Qué más da! Al final del día poco importan las condiciones y mucho los logros, y él no había logrado nada.

Así, cayendo en el pozo de la desesperanza donde solían lanzarle sus pensamientos vino a visitarle la pelona. Fue un latigazo en el pecho, seco, que lo dejó inmóvil, sin posibilidad de articular palabra, con los ojos semiabiertos…

Así estuvo hasta que Luis fue a cerrar el bar y la gasolinera dos horas más tarde.

Llamaron a su casa para avisar que había muerto, pero sus hijos no estaban: habían salido antes de que regresara su padre para evitar cruzarse con su mirada de perdedor. Su mujer tampoco estaba: se había ido hacía 9 años porque no soportaba su hedor a miseria.